martes, 3 de agosto de 2010

El 'Cotorra Loca' de la primaria (cuando no había ceibalitas, los niños se divertían de otra forma)

Ya nos tenía podridos. Todos los recreos lo mismo.
El bravucón se aprovechaba de su robusta complexión y su inalcanzable altura para mantenernos atemorizados.
Era un gigante, un hombre con pelos en las piernas, un tirano que nos sacaba dos cabezas a todos, y como era de suponerse, un repetidor de larga data.
Catorce años y todavía estaba aprendiendo a hacer operaciones básicas.

Ningún coetáneo se había atrevido antes a enfrentarse al abusivo, hasta aquel día en que Gutiérrez se cansó.

Cuando el déspota que nos llevaba seis años, dos cabezas y varias entradas al reformatorio dijo que iba al baño, Gutiérrez cerró la puerta del salón y nos reunió a todos para contarnos lo que iba a hacer.
Era una despedida. Sabíamos que se venía algo grande y que el rápido discurso que dio (apurándose para terminar antes que nuestro Gulliver regresara) era una especie de testamento oral. Una última voluntad gritada a los cuatro vientos para ser recordado en caso de que algo malo le sucediera. Y así fue.

Pasó al frente, mandó a la maestra (mujer a la que también amedrentaba el gigante) a su pupitre y dijo:
- Estoy cansado de los abusos del Richar’. Todos los días robándonos la merienda, quitándonos el dinero de la mesada, pegándonos por diversión o cambiando el nombre de nuestras tareas domiciliarias por el suyo para llevarse todo el crédito.

- Y eso entre tantas otras atrocidades – grité desde mi asiento, convencido de estar haciendo un aporte importante.

- Por eso compañeros – continuó Gutiérrez sin siquiera mirarme – es que hoy voy a enfrentarme a él, y nada ni nadie me lo va a impedir.

A ninguno de nosotros se nos había siquiera cruzado la idea de intentar frenar su impulso libertador. En primer lugar porque si su plan salía bien, estaríamos salvados de las diarias torturas del Richar’, y en segundo término porque Gutiérrez tampoco era de los que nos caía mejor.

Y así fue que, cuando el enorme mastodonte que ya sabía lo que era eyacular entró a la clase, Gutiérrez le quedó mirando fijo. El ogro aplasta cabezas clavó sus desorbitados ojos en los de Gutiérrez y con la voz más gruesa que las pantorrillas de Natalie Kriz sentenció: “¿Qué mirás, imbécil? ¡Sentáte!”

Gutierrez respiró hondo, nos miró intentando coger valor, puso los brazos en jarro y de frente al Richar’ respondió:

- ¡Vos no sos ni mi madre, ni mi padre para venir a decirme lo que tengo que hacer!

Creo que el “que hacer” no se llegó a escuchar, porque ya tenía en sus bruces el puño cerrado del bestial hombre de túnica que cerraba la fila de la clase.

Gutiérrez en esa época estaba cambiando los dientes de leche y tenía un par de buracos en el teclado, pero después de recibir tamaña trompada del Richar’ estoy seguro que se hizo rico, por la fortuna que le ha de haber dejado el ratón Pérez esa noche.

Nunca más vimos a Gutiérrez. La maestra dijo que los padres pidieron el pase y se fue a terminar sus estudios en una escuela de Casupá.

Nosotros seguimos sometidos por el Richar’ varios años más, pero el recuerdo de aquel acto heroico nos animaba a intentar refrenar ese cotidiano embate, haciendo nuestras las palabras del pequeño desdentado.

Todavía recuerdo como Mauro - el lindo de la clase, que vivía sólo con su papá porque la madre había fallecido en el parto – un par de años después de la partida de Gutiérrez, lo parafraseaba, cuando el Richar’ realizaba una de sus maldades preferidas en el recreo:

- ¡Quedate quieto, imbécil! – ordenaba el Richar’

Y Maurito, girando la cabeza, para mirarlo a los ojos, como supo hacer alguna vez Gutiérrez, respondía indignado:

- ¡Vos no sos ni mi padre, ni mi tío para venir a decirme que me quede quieto mientras me violás!

lunes, 2 de agosto de 2010

I have a dream

Nuestra relación ya no es lo que era.
Nos vemos cada vez menos, y es quizás debido a esta separación, que los momentos que pasamos juntos ya no son agradables ni placenteros.

Le echo la culpa al trabajo, al estudio, o a las actividades extracurriculares que me ocupan la mayoría de las horas del día, pero a lo mejor el equivocado es uno, y su teoría de que lo que yo considero causa es en realidad consecuencia - y viceversa - sea la acertada.
No le tiembla la voz al acusarme de ser el culpable de esta relación esquiva. Y sostiene que las tres horas diarias que nos vemos, no son corolario de mis múltiples obligaciones, sino que yo solito me sumerjo en esa sobre exigencia para no tener que verle más tiempo.

No puedo responder con argumentos sólidos, ya que no cuento con el valor ni el conocimiento suficiente para autoanalizarme. Los seis meses de facultad de psicología apenas me sirvieron para empezar a sentir cosquillas inguinales cuando escucho a alguien hablar de Freud (incluso cuando sin pudor alguno, alguien lo pronuncia directamente así: “freud”).

Antes, teníamos hermosos sueños juntos. Vivíamos en un mundo de fantasía tan colorido y feliz, que hacía parecer desgraciado hasta al contador de los Jonas Brothers.
Pero ahora, todo es oscuro y sombrío. Lo que una vez nos convirtió en la pareja del año, hoy nos pone al nivel de la yunta Daners / De Vargas.
Espero que no terminemos como ellos. Me puedo bancar las ojeras, pero pasearse por la vida con el rostro plagado de cicatrices y magullones, es un poco más complicado.

Ya no sé que hacer. Quiero tirarme a dormir y olvidar todo. Pero sé que en mis sueños te encuentro. Quiero abandonar la vigilia sin temer que las pesadillas se apoderen de mi ser.
(¿Soy yo, o el último párrafo es digno de una canción de Arjona?)

No vernos nunca me cansa, pero cuando te veo haces las cosas tan terribles que el agotamiento posterior es peor.

Esto no puede seguir así. Saber que nos encontraremos me aterra. Tenes el poder de hacerme llorar, y sin culpa alguna, haces que los lacrimales se despierten a diario antes que yo.
Lleguemos a un acuerdo, Morfeo. Yo vuelvo a regalarte ocho horas diarias, pero vos te dejás de joder con las pesadillas de extraterrestres y fantasmas.