lunes, 22 de noviembre de 2010

El síndrome de la glándula cachonda

Hasta hace un tiempo me rehusaba a aceptar mi condición.
Dirigía las culpas a los acolchados de plumas, al aislamiento casi inexistente de las paredes de mi cuarto, a la fiebre, a las bolsas de agua caliente defectuosas o inventaba cualquier otra inverosímil excusa para no ser el blanco de las miradas médicas, el asco femenino o la vergüenza familiar (para eso ya estaba el primo Marcos que, desde que decidió hacerse travesti, se convirtió en el centro de las burlas de las reuniones de fin de año, e hizo que los ataques de epilepsia de la tía Julia dejaran de ser tan graciosos y esperados).

Pero ya no puedo seguir ocultándolo. Debo aceptar la realidad, lidiar con ella y gritarle al mundo: “Sí, yo tengo un problema”.

El hombre más pequeño del mundo baila reggaetón en el living de Susana y está de lo más contento. Se puede decir que hasta lo respetan.
Pues bien, yo no voy a ir al programa de la diva a dejar que el blondo cetáceo se burle de mí ante cámaras, pero si me quieren hacer una nota telefónica y preguntar directamente por mi avería fisiológica, no tendré ningún pudor en responder: “Sí, señora”.

Si bien lo más recomendable en estos casos sería ir a un endocrinólogo con especialización en la sexualidad de las glándulas, prefiero auto diagnosticarme y soportar los comentarios, las miradas acusadoras, las risas burlonas y los hongos que aparecen en las sábanas y el colchón noche tras noche.

Así como la filia de Armando Bó no era castigada por la sociedad, no veo por qué habría de juzgarse los sueños húmedos de mi pobre sistema endocrino.

Se ve que la glándula sudorípara es muy de excitarse en el correr del día (las mías al menos lo son) y cuando uno se encuentra muy concentrado jugando al Rumi Canasta con Morfeo, a las muy putas se les da por largar toda la libido contenida durante las horas de vigilia, en forma de abundante y oloroso sudor salado que emana de cada poro de mi peludo (y durante la noche “empapado”) organismo.

Lo peor no es chapotear en transpiración hasta que me despierto en medio de la madrugada, doy vuelta el colchón y cambio las sábanas.
Lo realmente jodido es tratar de convencer a mamá cada mañana, de que ya no me cojo más al “Gold Fish” de la pecera del living.