miércoles, 3 de agosto de 2011

La madre de aquella

Para ser suegra, tenía el culo más lindo que yo había visto en toda mi vida.
Sabía que lo que estaba a punto de hacer era un error, que me estaba equivocando y que las consecuencias serían funestas.
A mi novia no le gustaría enterarse de lo que yo sentía por esa otra mujer, tan cercana pero tan lejana a ella a la vez.

¿Pero vos la viste bien, Santi? – dije, argumentando a mi favor, cuando aquel amigo castigaba mis impuras intenciones.
- ¡Te pido mil disculpas! Nunca me la habías mostrado. ¡Qué infierno! ¡Esa mujer duerme en formol! – respondió, luego de apreciar una de sus mejores fotos de perfil.

Y no se equivocaba. Estaba pisando los 50 años, pero esa señora, esa increíble suegra con la que el destino me había cruzado, inspiraba oxígeno y exhalaba sex appeal.
¿Qué podía hacer yo entonces, más que entregarme a los carnales lazos hedonistas que nos unían?
“No entregarte” – dirá alguno.
Ta, ¡qué vivo! ¿Ahora me decís?
En ese momento no se me cruzó por la mente una respuesta negativa. Y la pregunta retórica que me daba carta blanca para hacerle los mayores honores a Epicuro, se convirtió en la voz de “fuera” (sin necesidad de que la precedieran un “en sus marcas” y un “listos”) para dar rienda suelta a mis más lascivas intenciones.

Suegra, suegrita. Una princsa con todas las letras (sí, una “princesa”, con la “e” que omití tipear 14 vocablos antes y todo). Una doña que me regaló la mejor noche de mi vida. Una dama. Una lady. Una mujer que actuaba con la solemnidad de una reina y movía las caderas con el frenesí del hijo que podrían haber tenido Travolta y Jennifer López.

Lo hice. Cedí. Pequé. Y hoy estoy aquí, padre, para recibir el castigo que merezco.

¿Lo qué? ¿Todo eso por una insignificante infidelidad?... ¿Incesto políti…?
Ah, pero no entendió nada entonces. Ja, ja.
No, no. La mía, no… ¡¿Y qué se yo de quién era suegra?! Sé que la hija está en pareja, pero…
Mire si me voy a acostar con la madre de mi novia, ¿qué soy yo, acaso? ¿Un inmoral?