martes, 8 de abril de 2014

La gorda Patricia

Tenía 6 años y un miedo bárbaro.
Era mi primer día de clases.
Se acababan las crayolas y las cascolas de colores, y empezaban las cosas de grande: escribir la fecha y la condición climática en el pizarrón, dejar de usar los números únicamente para la escondida, aprender traumática pero anónimamente, gracias al gordo Penela, que un kilo de plomo y un kilo de plumas pesaban lo mismo y abandonar el seguro círculo de amistad barrial para zambullirme en las desconocidas aguas de la azarosa interacción social.

Llegué a la puerta de la escuela y escuché un timbre de voz muy familiar que con alegría y cordialidad modulaba las 5 letras de mi apócope: “¡Gonza!”

Diego, un amigo que conocía desde que usábamos pañales (y seguramente conoceré hasta que volvamos a usarlos), venía a darme la bienvenida y demostrarme que se podía sobrevivir un año entero a ese enorme, atemorizante y gris edificio.
Él estaba empezando el segundo grado y su compañero, Ildo, que lo escoltaba en ese momento, también.

No recuerdo con exactitud la concatenación de eventos que me llevaron a golpear a Hildo en el estómago (tampoco recuerdo si el nombre se escribía con o sin “h”)  y dejarlo llorando por varios minutos.
Lo cierto era que yo, el nuevo, el flaquito, el pendejo de primero al que sus padres le cortaban el pelo rapado a uno y lo hacían vestirse con pantalones de jogging y canguro a tono, había derrotado en feroz combate (pactado a un solo golpe) a un gigante de segundo.

Instantáneamente me gané el respeto de los allí presentes. 
Durante mi primera semana como alumno, tuve que relatar varias veces el mencionado incidente, ante el gesto de admiración de mis compañeros de fila y la sonrisa pícara, de visita higiénica, de algunas compañeras que ya empezaban a sentir que los chicos peligrosos son los más atractivos.

¡La escuela estaba buenísima! Y podría haber seguido estándolo, si mis ambiciones no hubiesen superado mis capacidades, o como decía mi abuela, si no me hubiese tirado el pedo más grande que el culo.

Días después de haber mandado a Hildo al hospital (lógicamente, la anécdota crecía cada vez que la relataba), decidí inscribirme en clases de Tae-kwon-do.
El profesor era un amigo de la familia y a ese club concurrían varios niños y jóvenes del barrio. Uno de ellos era Diego, que ostentaba el galardón de ser cinto amarillo con puntas verdes, pero no se vanagloriaba de ello.

Mi tercera clase transcurría con normalidad. El profesor nos enseñaba una técnica para lanzar puñetazos y detener el impulso abruptamente, centímetros antes de tocar el cuerpo del rival.
La adrenalina estaba alta, la transpiración nos hacía saber que estábamos haciendo bien el trabajo, el “¡Hop!” marcaba la rotación y consecuente cambio de pareja y el saludo oriental daba inicio al combate ficticio.

Mi rival de turno vivía en el mismo edificio que yo, tenía 12 años y por lo menos me doblaba en peso. Pero yo ya había vencido a Ildo y además, la premisa de nunca golpear al compañero durante el ejercicio, estaba clarísima.
No había nada que temer, no había nada por qué preocuparse, no había ninguna razón que me hiciera sospechar que la gorda Patricia iba a calcular mal y me iba a romper en dos el caballete, haciendo que la sangre que brotaba de mi nariz tiñera de rojo mi blanco kimono.

Lloré. Claro que lloré.

Nunca voy a saber si fue Diego, el profesor, o alguno de mis ex compañeros de Tae-Kwon-Do, el que corrió la noticia.
Pero al día siguiente, al llegar a la escuela, nadie me dejó esgrimir la excusa que había ensayado durante toda la noche anterior para el momento de explicar las vendas en la nariz: “Eran 4 contra mí, a tres los tenía controlados, pero el cuarto me pegó de garrón y corrió. Cuando los agarre van a ver. Se las tengo jurada”.

Las risas, burlas, insultos, miradas de desprecio, el regular en conducta que me puso la maestra y la piña de lleno que Ildo me encajó en la oreja ni bien me vio aparecer, me impidieron hablar.


Nunca recuperé aquel estatus que me acompañó durante las primeras dos semanas de clase, nunca volví a dirigirle la palabra a la gorda Patricia, nunca más pise el club de Tae-kwon-do y nunca en la puta vida voy a saber si Hildo se escribe con o sin “h”.

miércoles, 29 de agosto de 2012

El almacén de Alfredo

“No hay problema, Doña Ricarda. Me lo paga en otro momento” - le dije, como todos los días, desde hace más de 25 años.
Tener un almacén fue el sueño de mis abuelos, el orgullo de mis padres y mi única herencia.


Recibirse con honores en Ingeniería Nuclear no es tan complicado. Hacerlo a la misma vez que te graduás en Lingüística y preparás la tesis para tu master en Cirugía Neonatal, sí.
Pero con esfuerzo y mucha dedicación pude lograrlo.
Mis amigos me admiraban, mis compañeros me envidiaban y las mujeres… preferían acostarse con energúmenos que malgastaban su tiempo en gimnasios e infructuosas actividades deportivas. Ninguna estaba interesada en mi halterofílica masa encefálica, pero los atrofiados tríceps de Gutiérrez parecían ser la melodía del flautista de Hamelin, que las atraía como ratas.


Papá se enfermó y estuvo cuatro meses agonizando en su cama. Mamá, una mujer fiel hasta la tumba, se acostó a su lado y cuando el cura vino a darle la extremaunción, aguantó la respiración durante más de un minuto.
Al ver el desolador panorama, el istmo entre Dios y la Tierra nos hizo un 2x1 y mamá aún viva (aunque nadie lo supiera) pudo recibir también el último sacramento.

“Alfredo, no le digas a nadie que no me morí. A mí me entierran con tu padre” – fueron sus últimas palabras.
“Alfredo, hacete cargo del almacén” – fueron las últimas palabras de papá.


Rompí mis títulos, quemé las túnicas y uniformes, me di de baja en la Caja de Profesionales y empecé, hace 25 años, una nueva vida.
Y aunque aún podría diseñar y desarrollar un reactor nuclear, teorizar sobre los sistemas cognitivos que hacen posible la estructura de una lengua o decirle a un padre “Su hijito se va a morir… ¡pero como en 70 años! ¡La operación fue todo un éxito!”, hace un cuarto de siglo que intento descifrar cómo hacer para que esta hija de puta me pague de una buena vez.

- Buenos días.
- Hola, nene. Ay, sabés que me volví a olvidar el monedero en casa…
- No hay problema, Doña Ricarda. Me lo paga en otro momento.

miércoles, 7 de marzo de 2012

"Ollas vacías" - Denis Celíaco

Versión libre de "Horas vacías" (Denis Elías)



OLLAS VACÍAS by Denis Celíaco


Pena!

Ollas vacías
y mi cuerpo, pidiendo más comida
No puedo comer pan
No tolero quesos y harinas


Las magdalenas y la cerveza
Cómo la extraño
Mis entremeses saben a mierda,
Pues son de pescado


Voy a comer un choripán
Si me hace mal
Me tomo un Uvasal
Quiero mamarme
Hoy hay paro en Automac, es lo mejor
Regalan Combo 2
Hay que empacharse
Ya no quiero ser un anormal
Si me hace mal, la grasa vegetal
Es un desastre
Ser celíaco es mortal, oiga doctor
Yo solo como arroz
¿Puedo mecharle, un matambre?
No no no no
Noooooo

martes, 22 de noviembre de 2011

Polvorón con mermelada.

Sonó el despertador. Se revolcó un par de minutos en la cama y luego bostezó.
Con los pies tiró el acolchado al piso. Abrió los ojos, dispuesto a recibir el sol en la cara… pero no vio la luz del día.
¡Qué raro! Si siempre dejo las cortinas abiertas – pensó.

¿Se habrá adelantado el reloj? ¿Habrán construido un muro frente a mi ventana durante la noche? Un eclipse estoy seguro que no es. Apuesto mi máster en astronomía – se decía a sí mismo el recién amanecido.

Cuando su mente hubo alcanzado el nivel de vigilia de su cuerpo, se dio cuenta de todo y con un desgarrador grito exclamó:
- ¡Estoy ciego!

Tanteando las paredes se acercó a la puerta del cuarto y encendió el interruptor de luz.
Nada. Solo oscuridad.

Su segunda peor pesadilla se había vuelto realidad (su peor pesadilla era ser columnista de un programa de Luis Alberto Carballo, por suerte eso solo sucedía en el universo onírico), aunque ahora podría alardear porque los ojos se le iban a poner celestes como los de un perro siberiano, estaba total y completamente ciego.

¿Qué hacer? ¿Cómo reaccionar? ¿A quién llamar? ¿Y cómo mierda llamarlo si no encuentro el puto teléfono en esta perfecta oscuridad? – exclamó angustiado.

Decidió tirarse al piso y yacer allí, inmóvil, invidente, in…cluso semidesnudo, a esperar que la muerte venga a buscarlo.
Lloró durante más de diez horas, cantó “Vivo per lei” (aunque ciego, mantenía ese hermoso humor) y cuando creyó que el cansancio y la deshidratación lo harían desmayar, recordó lo que había pasado la noche anterior en aquella salvaje fiesta de cumpleaños, que le había causado la pérdida de la visión.

¡Qué alegría le dio recordar que en sus festejos siempre se juega a “ponerle la cola al burro” y que se había olvidado de sacarse el pañuelo que le cubría los ojos antes de irse a dormir!

¡Luz! ¡Día! ¡Vida!
La emoción y la alegría tomaron su cuerpo, llenaron su espíritu y dibujaron en su rostro una enorme sonrisa.
Mueca que se borró instantáneamente, cuando la excitación se acabó y recordó que estaba todito tomado por un cáncer terminal.

miércoles, 3 de agosto de 2011

La madre de aquella

Para ser suegra, tenía el culo más lindo que yo había visto en toda mi vida.
Sabía que lo que estaba a punto de hacer era un error, que me estaba equivocando y que las consecuencias serían funestas.
A mi novia no le gustaría enterarse de lo que yo sentía por esa otra mujer, tan cercana pero tan lejana a ella a la vez.

¿Pero vos la viste bien, Santi? – dije, argumentando a mi favor, cuando aquel amigo castigaba mis impuras intenciones.
- ¡Te pido mil disculpas! Nunca me la habías mostrado. ¡Qué infierno! ¡Esa mujer duerme en formol! – respondió, luego de apreciar una de sus mejores fotos de perfil.

Y no se equivocaba. Estaba pisando los 50 años, pero esa señora, esa increíble suegra con la que el destino me había cruzado, inspiraba oxígeno y exhalaba sex appeal.
¿Qué podía hacer yo entonces, más que entregarme a los carnales lazos hedonistas que nos unían?
“No entregarte” – dirá alguno.
Ta, ¡qué vivo! ¿Ahora me decís?
En ese momento no se me cruzó por la mente una respuesta negativa. Y la pregunta retórica que me daba carta blanca para hacerle los mayores honores a Epicuro, se convirtió en la voz de “fuera” (sin necesidad de que la precedieran un “en sus marcas” y un “listos”) para dar rienda suelta a mis más lascivas intenciones.

Suegra, suegrita. Una princsa con todas las letras (sí, una “princesa”, con la “e” que omití tipear 14 vocablos antes y todo). Una doña que me regaló la mejor noche de mi vida. Una dama. Una lady. Una mujer que actuaba con la solemnidad de una reina y movía las caderas con el frenesí del hijo que podrían haber tenido Travolta y Jennifer López.

Lo hice. Cedí. Pequé. Y hoy estoy aquí, padre, para recibir el castigo que merezco.

¿Lo qué? ¿Todo eso por una insignificante infidelidad?... ¿Incesto políti…?
Ah, pero no entendió nada entonces. Ja, ja.
No, no. La mía, no… ¡¿Y qué se yo de quién era suegra?! Sé que la hija está en pareja, pero…
Mire si me voy a acostar con la madre de mi novia, ¿qué soy yo, acaso? ¿Un inmoral?

viernes, 15 de julio de 2011

El Zaguán nos compró el pase

Ahora Not Just a Moustache está en El Zaguán.


Para entrar hacé click en la "í" de aquí.




Not Just a Moustache en El Zaguán.
Es como ver a Messi jugando en Villa Española.

jueves, 28 de abril de 2011

Montevideo 2020

El operador estaba enojadísimo.
La productora, tirada en una silla, intentaba hablar por celular, pero su pesada lengua no respondía, víctima del medio blíster de clonazepam que había ingerido minutos antes para aplacar su ataque de nervios.
De él, no había noticias.
Celular apagado, offline en Messenger, hacía más de cincuenta minutos que no twitteaba y los asistentes de producción que lo buscaban incesantemente en Chatroulette, no habían encontrado más que cuatro pósteres de mujeres desnudas puestos frente a la webcam, y dos o tres docenas de erguidos miembros con originales decoraciones púbico-capilares.

Era el programa más escuchado de toda la radiodifusión nacional.
Cerca de 800.000 oyentes esperaban día a día su cálida voz.
Pero esa mañana, faltaban 5 minutos para comenzar la audición y el conductor más aclamado del país no daba señales de vida.

En la calle no estaban al tanto de lo que ocurría. En la radio, sí.
Sabían que al jingle de Cativelli que estaba sonando lo sucederían los pretenciosos cuatro minutos y medio de presentación del programa. Y que si una vez que esta culminara no se escuchaba la cortina, el primer llamado telefónico y la voz del conductor recibiendo al oyente, la hecatombe sería inminente.
Primero, los golpes al radio receptor creyendo que allí radicaba el problema. Una vez que se percataran que los auriculares y el walkman funcionaban correctamente comenzaría la catarata de llamadas a la radio. Las líneas congestionadas colapsarían, y la caravana de adictos oyentes indignados llegaría en un lapso no mayor a 15 minutos a copar las instalaciones de la emisora.

¿Qué hacer? ¿Cuál era la solución? Uno de los motivos del éxito del programa era el tremendamente extraño y original timbre de voz del conductor, por lo cual buscar un imitador para intentar engañar al público, no era una opción valedera.

La presentación había comenzado y el estudio seguía estando vacío.
Fue el dueño de la emisora, al que minutos antes habían llamado para ponerlo al tanto de la situación, el que desató justo a tiempo la soga con la que Jorge, el operador de turno, intentaba colgarse para no vivir el Apocalipsis que se aproximaba.

Resignados, decidieron dar un último manotazo de ahogado.
Se sentarían alrededor de la mesa redonda e intentarían explicar a los oyentes por qué su programa de cabecera no estaba siendo emitido con normalidad.
Respiraron hondo. Se miraron. Tragaron saliva y cuando escucharon el final de la presentación hicieron un gesto a Jorge (que operaba con una mano, mientras con la otra seguía tratando de colgarse) para que abra los micrófonos.
La luz roja que iluminaba el cartel de “AIRE” se encendió y cuando uno de ellos contuvo la respiración para largar la primera palabra y el estudio se paralizó completamente… ¡PLUM! – se abrió la puerta.

Y allí, como caído del cielo, semi desnudo, con las manos atadas y una mordaza hecha de rojizo terciopelo que le impedía hablar, apareció él.
La estrella, la figura, el salvador. ¡El conductor estaba ahí!
Jorge cerró los micrófonos y todos miraron aliviados pero confundidos la ajada y desprolija estampa del recién llegado.

Mientras lo desataban y ayudaban a sentar frente al micrófono intentó explicar en pocas palabras lo sucedido.
El secuestro se había perpetrado en la puerta de su casa a manos del ex arzobispo Nicolás Cotugno y un pequeño séquito de fieles ortodoxos.
No pudo explicar cómo fue que escapó del sótano de aquella iglesia en la que lo encerraron y ataron, porque Jorge hacía señas desesperado indicando que el teléfono sonaba, la primera llamada estaba a punto de salir al aire y tenía que abrir los micrófonos “¡Ya! ¡Ya! ¡Ya!”.
Con una mirada tranquilizadora, un tenue “después les cuento bien”, y un romántico beso en la boca a cada uno, el conductor autorizó a Jorge a dar aire y poner en línea al oyente.

Cotugno no había podido detenerlo, y el mesías radial de la diversidad sexual plantaría otro día más la semilla del mariconismo en el éter.
Uruguay, seguiría siendo la capital gay del mundo.
La cortina sonaba de fondo y el “ring, ring” se detuvo oportunamente para dar paso al conductor, que se despachó como todos los días con su frase de cabecera:

- Muy buenos días. Aquí está su brisco...