Tenía 6 años y un miedo bárbaro.
Era mi primer día de clases.
Se acababan las crayolas y las cascolas de colores, y
empezaban las cosas de grande: escribir la fecha y la condición climática en el
pizarrón, dejar de usar los números únicamente para la escondida, aprender
traumática pero anónimamente, gracias al gordo Penela, que un kilo de plomo y
un kilo de plumas pesaban lo mismo y abandonar el seguro círculo de amistad
barrial para zambullirme en las desconocidas aguas de la azarosa interacción
social.
Llegué a la puerta de la escuela y escuché un timbre de voz
muy familiar que con alegría y cordialidad modulaba las 5 letras de mi apócope:
“¡Gonza!”
Diego, un amigo que conocía desde que usábamos pañales (y
seguramente conoceré hasta que volvamos a usarlos), venía a darme la bienvenida
y demostrarme que se podía sobrevivir un año entero a ese enorme, atemorizante
y gris edificio.
Él estaba empezando el segundo grado y su compañero, Ildo,
que lo escoltaba en ese momento, también.
No recuerdo con exactitud la concatenación de eventos que me
llevaron a golpear a Hildo en el estómago (tampoco recuerdo si el nombre se
escribía con o sin “h”) y dejarlo
llorando por varios minutos.
Lo cierto era que yo, el nuevo, el flaquito, el pendejo de primero al que sus padres le cortaban el
pelo rapado a uno y lo hacían vestirse con pantalones de jogging y canguro a
tono, había derrotado en feroz combate (pactado a un solo golpe) a un gigante
de segundo.
Instantáneamente me gané el respeto de los allí presentes.
Durante mi primera semana como alumno, tuve que relatar
varias veces el mencionado incidente, ante el gesto de admiración de mis
compañeros de fila y la sonrisa pícara, de visita higiénica, de algunas compañeras
que ya empezaban a sentir que los chicos peligrosos son los más atractivos.
¡La escuela estaba buenísima! Y podría haber seguido estándolo,
si mis ambiciones no hubiesen superado mis capacidades, o como decía mi abuela,
si no me hubiese tirado el pedo más grande que el culo.
Días después de haber mandado a Hildo al hospital
(lógicamente, la anécdota crecía cada vez que la relataba), decidí inscribirme
en clases de Tae-kwon-do.
El profesor era un amigo de la familia y a ese club
concurrían varios niños y jóvenes del barrio. Uno de ellos era Diego, que
ostentaba el galardón de ser cinto amarillo con puntas verdes, pero no se
vanagloriaba de ello.
Mi tercera clase transcurría con normalidad. El profesor nos
enseñaba una técnica para lanzar puñetazos y detener el impulso abruptamente,
centímetros antes de tocar el cuerpo del rival.
La adrenalina estaba alta, la transpiración nos hacía saber
que estábamos haciendo bien el trabajo, el “¡Hop!” marcaba la rotación y
consecuente cambio de pareja y el saludo oriental daba inicio al combate
ficticio.
Mi rival de turno vivía en el mismo edificio que yo, tenía
12 años y por lo menos me doblaba en peso. Pero yo ya había vencido a Ildo y
además, la premisa de nunca golpear al compañero durante el ejercicio, estaba
clarísima.
No había nada que temer, no había nada por qué preocuparse,
no había ninguna razón que me hiciera sospechar que la gorda Patricia iba a
calcular mal y me iba a romper en dos el caballete, haciendo que la sangre que
brotaba de mi nariz tiñera de rojo mi blanco kimono.
Lloré. Claro que lloré.
Nunca voy a saber si fue Diego, el profesor, o alguno de mis
ex compañeros de Tae-Kwon-Do, el que corrió la noticia.
Pero al día siguiente, al llegar a la escuela, nadie me dejó
esgrimir la excusa que había ensayado durante toda la noche anterior para el
momento de explicar las vendas en la nariz: “Eran 4 contra mí, a tres los tenía
controlados, pero el cuarto me pegó de garrón y corrió. Cuando los agarre van a
ver. Se las tengo jurada”.
Las risas, burlas, insultos, miradas de desprecio, el
regular en conducta que me puso la maestra y la piña de lleno que Ildo me
encajó en la oreja ni bien me vio aparecer, me impidieron hablar.
Nunca recuperé aquel estatus que me acompañó durante las
primeras dos semanas de clase, nunca volví a dirigirle la palabra a la gorda
Patricia, nunca más pise el club de Tae-kwon-do y nunca en la puta vida voy a
saber si Hildo se escribe con o sin “h”.