sábado, 9 de enero de 2010

El señor de los anillos (basado en hechos reales)

Este blog no se hace responsable del abandono al que los sometió el propietario durante este tiempo. De todos modos, estoy seguro que cuando conozcan los pormenores de mi accidente, la condena por haberme ausentado un par de meses caducará automáticamente.
Condonarán la deuda y despertaré tanta lástima en ustedes, que al verse al espejo sentirán vergüenza por haber puesto en tela de juicio el talento (o peor aún, la moral) de este pobre individuo.


Apenas treinta y cinco minutos habían pasado desde que el reloj del tío Gabriel dio las doce, cuando decidí bajar las escaleras.
Él, encargado de avisar cuando la nueva década comenzara, probaba las funciones de su nuevo Casio digital.
Así, al ritmo de La Bamba versión monofónica (emitida por la alarma del recién estrenado reloj pulsera del hermano de mamá), le dimos la bienvenida al 2010.
Todos brindaban con costosas sidras (o baratísimos champagnes, no puedo diferenciar) mientras yo, vaso de whisky (tremendamente económico, y en este terreno me permito hablar con propiedad) en mano, me disponía a repetir las frases “chin chin” y “feliz año”, unas dieciocho o diecinueve veces.

No brindo con champagne o sus humildes homólogos, por la razón opuesta a la que manifiesta la gente que se embriaga con esos berberajes. Lejos de írseme “las burbujas a la cabeza”, las muy hijas de puta se embarcan en un viaje sin escalas al más recóndito y peludo agujero de todo mi organismo, haciendo vibrar al llegar, las membranas del esfínter con la fuerza de media docena de soldados espartanos (que no tengo mucha idea, pero debían ser fuertes como la puta madre).

Luego del brindis, y habiendo presenciado la desmejorada y atrasadísima noche de las luces desde la barbacoa/azotea de la casa de mis tíos, procedí a bajar las escaleras para realizar el clásico ritual de colocar en mi boca la capa de piel muerta del turrón Il Genovesse y sentirme un católico ortodoxo tomando la comunión,.
Cuando solo me separaban dos o tres escalones del suelo, me sentí con la seguridad necesaria para saltar y caer parado sin complicaciones.

Salté.

Tuve la precaución de tomarme de la baranda con la mano izquierda, para tener una seguridad extra. Me sabía capaz de sobrepasar esos tres escalones sin problema, pero no me iba a arriesgar a tropezar y cagarle la noche de Año Nuevo a todos los que estaban ahí.

Caí.

Parado y sin resbalones, pero con un ligero dolor en la mano. Giré la cabeza para ver de dónde provenía ese pequeño tirón. Pulgar, índice, mayor y anular sin problema. Pero esperen, ¿desde cuándo tengo tres meñiques?
El anillo que adornaba el dedo más pequeño de mi mano izquierda, se había atascado con una de las “vigas” que unía la baranda a pared. El impulso que llevaba en el salto, hizo que toda la piel del dedo se arremangara, gracias a los dos cortes que generó el anillo, desde la base del dedo hasta la última falange, contra el hueso.
El dedo estaba abierto como una corvina. Se veía carne, piel desprendida, hueso, sangre.

Este es el punto del relato donde creo pertinente aclarar que soy tan blandito que ver un raspón en la rodilla me descompone, o que las pocas veces que una aguja atravesó mi piel para extraer sangre, no me desvanecí por gracia divina.

Ahí estaba yo, tomándome la muñeca, gritando como un sordomudo que intenta cantar el himno, y viendo como la sangre enchastraba la nueva moquette de la tía Ana.
¿De dónde saqué el coraje? No lo sé. Lo cierto es que me agarré el dedo (como si fuera un bebé al que le colocan en la palma de la mano un objeto), encerrándolo y apretándolo con fuerza, para que no se cayera nada.
Asustadísimo, supongo que dolorido (aunque el shock no me permitía sentir), blanco como un papel, sudando frío y convencido que desde ese día tendría problemas para calcular decenas, me trepé al auto y fui trasladado hasta el Hospital Americano.
No me desmayé, aunque desearía haberlo hecho.

Llegamos.

Cuando el liceal que decía tener título de doctor en medicina, que estaba de guardia en ese momento, vio mi dedo, su primera reacción fue decir “a la mierda”. La segunda, pedir que llamen a un cirujano plástico.
Ver que una enfermera pone cara de asco mientras te cura y llama a sus colegas para que miren lo que tiene en la mano, no era un escenario alentador en principio.
Con un calmante intravenoso, intentando no mirar mi destrozado meñique y temblando más que Michael J. Fox en invierno, vi como ingresaba por la puerta trasera de la Emergencia un obeso y sudoroso señor, con mameluco y herramientas en mano.

¿Justo ahora tiene que venir el de mantenimiento a arreglar ese tubo quemado? – pensé.
Segundos después la pregunta cambió: ¿Si el tubo luz defectuoso está para aquel lado, qué hace este mastodonte acercándose a mi camilla?

Mis sospechas se confirmaron: el señor de excesivo tejido adiposo y desagradable aroma, intentaría cortar el anillo con una tenaza.

Intentó con una… no pudo. Cambió a una pinza con más punta… tampoco. Eligió una tercera herramienta al azar y se afirmó con ambas manos, temblaba, estaba colorado, apretaba los dientes… ya era algo personal, una guerra entre el gordo y el anillo.
En el medio yo, con los ojos grandes y duros como las vergas de la sección “Camerún” de Poringa, no podía creer lo que estaba presenciando.

- Guarda, bo. No me vayas a arrancar el dedo – dije tímidamente, intentando darle un toque de comicidad y superación a mi frase. Sonó tan falso y dejé tan al descubierto mi terror, que el gordo confesó:
- Nunca me había costado tanto cortar un anillo. No puedo. No sé como vamos a hacer.

Desde ese momento y hasta que llegó el cirujano plástico, no recuerdo nada más. Las palabras del gordo me petrificaron. La mínima esperanza de salvar el meñique, se había esfumado con la desesperanzada frase del hombre del mameluco.
Según dicen, el gordo pudo sacar la pieza de bijouterie, lenta y pacientemente, cortando pedacito por pedacito.
Mi cerebro dejó su estado de suspensión cuando llegó el Cirujano Plástico.
Anestesió, toqueteó, dobló, cosió y se fue para la casa.
(Nosotros hicimos lo mismo. Obviando la parte de anestesiar, toquetear, doblar y coser).

Aunque tengo un tendón comprometido y no se si podré volver a doblar el dedo, estoy retomando mis actividades normales. Demoro un poco más que antes en hacerlas (lo cuál es lógico), aunque algunos consideran excesiva la tardanza.
No se. No me importan las críticas.
Cuando desperté (el primero de enero a las once y media de la mañana) supe que tenía que contarles lo sucedido. Empecé a escribir y no paré. Y ya está, ya lo tengo pronto para publicar.

¿Cómo? ¿Nueve de enero ya?
Ta, a lo mejor tienen razón. Voy a tener que conseguir a alguien que tipee por mí. Para el próximo texto, me alquilo un boliviano.