jueves, 15 de julio de 2010

¿La pinta es lo de menos?

Nunca fui de esos tipos a los que en una charla en la que no está presente, cuando no saben el nombre, lo identifican como: “el lindo”, “el divino” y hasta los 25 años ni siquiera como “el que se garchó a…”.
La belleza nunca me caracterizó y los intentos de seducción, sensiblemente comprometidos por esa falta de atractivo físico, se convirtieron en una tortura; un partido en el que a los 10 minutos te están ganando 3 a 0 y te echaron al capitán porque le saltó la térmica y le pegó una patada voladora al juez.

Sin chance de agradar “a primera vista”, no quedaba otra alternativa más que aprovechar al máximo las posibilidades que la retórica me regalaba, intentando hacer gala de un léxico respetable (aunque recuerdo que las únicas que lo respetaban eran aquellas que no habían terminado el tercer año escolar; ¿será por esta razón que ninguna de mis novias supo jamás realizar operaciones con decimales?) y rogar para que algún alma en pena considerase agradable mi compañía sin fijarse jamás en lo antiestético y exótico de mis facciones.

Alguna que otra cayó.
Aunque las redes de este pescador norcoreano no eran de primer nivel y tenían algunos buracos, siempre algún pescado bobo quedaba enredado en ellas.
Me hubiese encantado que la comparación de los vertebrados acuáticos con las mujeres que sucumbieron ante mis encantos no fuera más que una metáfora bien lograda. Lamentablemente, la nomenclatura de aquellos es perfecta para adjetivar a éstas.

Y me quejaba. Sentía que yo estaba para más.
No tener el rostro de un Di Caprio, un Clooney o un Gere, no me convertía en el último orejón del tarro. El orden para nada armónico de las piezas de mi rostro, sí.

Seguí luchando para obtener un lugar más digno en ese escalafón en el que hasta el ‘bombóm Meneses’ estaba más arriba.

Estaba a punto de conseguirlo. El ejercicio físico y el abandono de la larga pubertad me estaban convirtiendo en un individuo de mitad de tabla.
¿Qué más puedo pedir? – pensé.

Ya me sentía un ganador, acariciaba la gloria, casi lo lograba pero… empecé a trabajar en una agencia de publicidad.
Más de la mitad del día metido en una oficina, con el culo apoyado en una silla, comiendo galletas dulces, sentado frente a un computador.
Tantas comodidades ofrece este sitio, que el ejercicio más exigente que realizo es el de contraer y dilatar con fuerza el esfínter cuando ando medio estreñido.
No miento ni exagero en lo más mínimo: en 8 meses de trabajo engordé 15 kilogramos.

Los esfuerzos por convertirme en la tercera opción de llamado para una feucha que no ligó nada en el baile y antes que volver sola a su casa preferiría incluso acostarse bajo los cálidos cartones de un indigente, se fueron por la borda cuando por arte de magia (bizcochos, masas, hamburguesas, fritos y refrescos gaseosos) la panza se me inflamó como los tobillos de Obaldía después de - obligada por el himno nacional - permanecer de pié más de dos minutos.

No puedo más. Los pantalones no me entran, abandoné el M y me hice amigo de los talles L y XL.
Lo redondo de mi rostro lejos de hacerlo adorable y dar ganas de tirar de los cachetes, asusta tanto que El Cuervo de Poe parece una aventura del Sapo Ruperto.

Debo resignarme y volver a las raíces. Pensar en mi esencia y volver a ser lo que un día fui.
Y voy tras ello.
Acabo de abrir el latinchat y voy a reactivar mi cuenta.
Gorditas del cybermundo, prepárense… “chicosexycam19” está de vuelta.