jueves, 28 de abril de 2011

Montevideo 2020

El operador estaba enojadísimo.
La productora, tirada en una silla, intentaba hablar por celular, pero su pesada lengua no respondía, víctima del medio blíster de clonazepam que había ingerido minutos antes para aplacar su ataque de nervios.
De él, no había noticias.
Celular apagado, offline en Messenger, hacía más de cincuenta minutos que no twitteaba y los asistentes de producción que lo buscaban incesantemente en Chatroulette, no habían encontrado más que cuatro pósteres de mujeres desnudas puestos frente a la webcam, y dos o tres docenas de erguidos miembros con originales decoraciones púbico-capilares.

Era el programa más escuchado de toda la radiodifusión nacional.
Cerca de 800.000 oyentes esperaban día a día su cálida voz.
Pero esa mañana, faltaban 5 minutos para comenzar la audición y el conductor más aclamado del país no daba señales de vida.

En la calle no estaban al tanto de lo que ocurría. En la radio, sí.
Sabían que al jingle de Cativelli que estaba sonando lo sucederían los pretenciosos cuatro minutos y medio de presentación del programa. Y que si una vez que esta culminara no se escuchaba la cortina, el primer llamado telefónico y la voz del conductor recibiendo al oyente, la hecatombe sería inminente.
Primero, los golpes al radio receptor creyendo que allí radicaba el problema. Una vez que se percataran que los auriculares y el walkman funcionaban correctamente comenzaría la catarata de llamadas a la radio. Las líneas congestionadas colapsarían, y la caravana de adictos oyentes indignados llegaría en un lapso no mayor a 15 minutos a copar las instalaciones de la emisora.

¿Qué hacer? ¿Cuál era la solución? Uno de los motivos del éxito del programa era el tremendamente extraño y original timbre de voz del conductor, por lo cual buscar un imitador para intentar engañar al público, no era una opción valedera.

La presentación había comenzado y el estudio seguía estando vacío.
Fue el dueño de la emisora, al que minutos antes habían llamado para ponerlo al tanto de la situación, el que desató justo a tiempo la soga con la que Jorge, el operador de turno, intentaba colgarse para no vivir el Apocalipsis que se aproximaba.

Resignados, decidieron dar un último manotazo de ahogado.
Se sentarían alrededor de la mesa redonda e intentarían explicar a los oyentes por qué su programa de cabecera no estaba siendo emitido con normalidad.
Respiraron hondo. Se miraron. Tragaron saliva y cuando escucharon el final de la presentación hicieron un gesto a Jorge (que operaba con una mano, mientras con la otra seguía tratando de colgarse) para que abra los micrófonos.
La luz roja que iluminaba el cartel de “AIRE” se encendió y cuando uno de ellos contuvo la respiración para largar la primera palabra y el estudio se paralizó completamente… ¡PLUM! – se abrió la puerta.

Y allí, como caído del cielo, semi desnudo, con las manos atadas y una mordaza hecha de rojizo terciopelo que le impedía hablar, apareció él.
La estrella, la figura, el salvador. ¡El conductor estaba ahí!
Jorge cerró los micrófonos y todos miraron aliviados pero confundidos la ajada y desprolija estampa del recién llegado.

Mientras lo desataban y ayudaban a sentar frente al micrófono intentó explicar en pocas palabras lo sucedido.
El secuestro se había perpetrado en la puerta de su casa a manos del ex arzobispo Nicolás Cotugno y un pequeño séquito de fieles ortodoxos.
No pudo explicar cómo fue que escapó del sótano de aquella iglesia en la que lo encerraron y ataron, porque Jorge hacía señas desesperado indicando que el teléfono sonaba, la primera llamada estaba a punto de salir al aire y tenía que abrir los micrófonos “¡Ya! ¡Ya! ¡Ya!”.
Con una mirada tranquilizadora, un tenue “después les cuento bien”, y un romántico beso en la boca a cada uno, el conductor autorizó a Jorge a dar aire y poner en línea al oyente.

Cotugno no había podido detenerlo, y el mesías radial de la diversidad sexual plantaría otro día más la semilla del mariconismo en el éter.
Uruguay, seguiría siendo la capital gay del mundo.
La cortina sonaba de fondo y el “ring, ring” se detuvo oportunamente para dar paso al conductor, que se despachó como todos los días con su frase de cabecera:

- Muy buenos días. Aquí está su brisco...

jueves, 7 de abril de 2011

Ni muy muy, ni tan tan.

El tipo no era malo, tenía una anormalidad en su sistema endocrino, en el que se alojaba una rara glándula que segregaba morfina cuando alguien más sufría.
El bienestar generado por el analgésico opiáceo, sumado a sus claras y diagnosticadas conductas maníaco adictivas, hicieron que poco a poco su personalidad mutara.

Al principio, se limitaba a observar. Era un pasivo testigo presencial de la desgracia ajena y cuando un anciano se caía en la calle, un niño derramaba su helado recién comprado o una novia quedaba plantada en el altar, él, simplemente sonreía.
Esto no lo diferenciaba del resto de los humanos, es más, pasaba casi desapercibido.
Pero con el tiempo, el pequeño éxtasis que sentía al ver un auto salpicando de barro la blanca túnica de esa maestra practicante que llegaba a su primer día de clases, empezó a tornarse insuficiente.
Su enajenado cerebro pedía a gritos “Más mal. ¡Mucho más mal!”

Así fue que se convirtió en un arqueólogo de la desdicha. Y del mismo modo que a Macarena, la exitosa empresa de mayonesa de su abuelo Juan, no le da la felicidad completa e insiste en buscar a aquellos que hicieron desaparecer a su madre; él no era 100% feliz si no presenciaba a diario alguna escena de infortunio ajeno.

Buscaba y buscaba. Navegaba horas en internet tras la huella de algún sitio de entrevistas de trabajo, para poder finalmente deleitarse viendo una y otra vez, cuadro a cuadro, la cara de desazón de aquellos que no eran seleccionados para el puesto.
Alquilaba las temporadas completas de las distintas Teletones del mundo y aunque al principio intentaba disimular la mueca de felicidad (porque para evadir impuestos, alquilaba un monoambiente a medias con un retardado), a los cinco minutos estaba en el sillón, tirado para atrás a las carcajadas, agarrándose la panza como si el DVD que estaba contemplando, tuviera a Larry dándole una bofetada a Moe.

Pero como todo adicto, llegó un momento en el que su cuerpo empezó a demandarle una mayor cantidad de sustancia.
No alcanzaba con esperar a que llegue el día de ser el suertudo testigo de un choque en el que un conductor perdiera el brazo. Y la ansiedad era mayor a la tolerancia que antes tenía, para aguardar que la búsqueda de Google lo llevara a ese portal de testimoniales de abuelos de niños fallecidos en masacres escolares.

Lo que el organismo pedía, había que dárselo. Y fue así, que – cual personaje de los cuentos de “Elija su propia aventura” – supo que tenía que tomar una decisión.
Arriesgarse y dejar de penar por culpa de esa horrenda adicción o continuar en la búsqueda de víctimas de la desventura, para saciar una sed de mal, cada vez más aguda.

La operación era arriesgada, pero si salía todo bien, la glándula sería extirpada y dejaría de ser rehén de ese insoportable síndrome de abstinencia.
Entonces se decidió.

No podía seguir siendo “el hijo de puta del barrio”, “el sorete de la clase” ni “el c-c-c-con-ch-ch-ch-chuuu-d-ddddd-do q-q-que s-s-se b-b-bu-b-b-bur-l-l-la de m-m-mi” (el pobre tartamudo estaba cansado de las bromas de un hombre con tanto mal en su interior, que a pesar de hablar perfectamente, reservaba semana tras semana, el turno siguiente con la foniatra).
Arriesgaría su vida para no herir a nadie más. Entraría al quirófano confiando en que si todo ocurría según lo planeado, saldría siendo un nuevo hombre. Un hombre bueno.

Descubrieron que era alérgico a la anestesia y no se pudo operar.

Así que no es raro verlo hoy en día, esperando frente a las clínicas de fertilidad asistida, que una desesperanzada pareja salga llorando, para activar disimuladamente su ringtone de “Arrorró mi niño”.